Ángel de Quinta

Dormir en paz celestial

miércoles 04 enero 2017

Supo que se acercaba la navidad por el olor a cartón rancio que le llegó hasta su cama. El olor inconfundible de la vieja caja de los adornos, una de tamaño familiar de surtidos El Mesías de ni se sabe cuándo. No recordaba casi ni su nombre, pero los olores la transportaban en un segundo a la hora, al minuto más recóndito de su larga vida. Bolas medio abolladas, figurillas deshermanadas, espumillón despeluchado y cables de luces de colores enmarañados igual que su vaga memoria. Su nieto acababa de sacarla del ropero y aún no había llegado ni el día de la Inmaculada.

Su día favorito de la navidad siempre fue ese en el que, por fin sola, se disponía a desmontar el nacimiento, guardar el árbol y recoger todos los chismes dentro de aquella caja hasta el año siguiente. Aunque se persignaba siempre al hacerlo –dios nos dé salud para el año que viene- lo que en realidad pensaba era “iros todos a tomar por culo de una vez”. Y eso incluía a los pastorcitos, a la mula, al buey, a la estrella de purpurina, a sus hijos, nietos, biznietos, yernos, nueras (muy especialmente a éstas últimas)… a todos los que se empeñaban en no dejarla en paz ni un minuto de las interminables fiestas.

Hacía cuatro años que vivía acostada a expensas del cuidado de los demás. De quien la quisiera despertar, alimentar, lavar, peinar, entretener, medicar… Cuatro años sin salir al comedor o a la cocina, sin asomarse al balcón ni mirarse al espejo del baño, sin disponer sobre los asuntos domésticos, sin decidir lo que se ponía en la mesa o lo que se veía en el televisor. Desde aquella madrugada en la que un vecino se la encontró desnuda saliendo del zaguán de su casa –que más que el verla así le sorprendió la digna figura que seguía teniendo con cerca de noventa años- y sus hijos decidieron esconderle las llaves y ponerle una mujer a su cuidado las veinticuatro horas del día. La misma mañana en la que decidió no levantarse más.

Ahora su mundo giraba en torno a su cama. Una cama de caoba y penacho floreado que sus suegros les regalaron por su boda, la misma en la que parió con dolor a sus seis hijos, en la que se entregó sin ganas no más de una docena de veces, en la que echó las únicas lágrimas, rezó sus jaculatorias, planeó almuerzos y cenas –a veces mientras se entregaba sin ganas-, vio agonizar a su esposo, pasó sus pocas convalecencias y abrigó sus pocas fantasías. Un mueble de madera desde el que ahora observaba todo lo que pasaba a su alrededor, aunque en realidad estuviera tan lejos, mucho más lejos de lo que nunca pudo llegar.

Con la mano hizo un gesto para que el niño volviera a guardar aquellos trastos –hacía unos meses que también decidió dejar de hablar-, sin saber que aún era pronto, simplemente porque se negaba a volver a escuchar los mismos villancicos de siempre, a soportar la falsedad de los mismos deseos de siempre. Hacia Belén va una burra… pero mira cómo beben… veinticinco de diciembre fun fun fun, campana sobre campana, noche de paz… En la oscura cueva de su subconsciente imploraba no tener que atravesar otras fiestas más, no tener que tragar otro polvorón más, aunque en el fondo albergaba la esperanza de atragantarse con uno y marcharse de este mundo de una puta vez. Ahora que no hablaba estaba diciendo todas las palabrotas que jamás se hubiera atrevido a pronunciar.

La madre del niño lo sacó del cuarto con un gesto de brusquedad. La peste había llegado hasta la salita de estar, habría que cambiar a la vieja y la chica que la cuidaba no llegaría hasta mañana a las ocho. ¿Por qué tenía que tocarle a ella? ¿Por qué tenía que ser ella precisamente quien se tragara el asco de asear a aquella momia que nunca le había mostrado un poco de cariño, la que nunca le había hecho un cumplido, la que nunca alabó sus virtudes de nuera perfecta? ¿Por qué no era su propio hijo el que se arremangaba y cogía la palangana y el jabón? ¡Qué asco por dios! pensaba para adentro mientras una falsa sonrisa de abnegación maldisimulaba su hastío. Pero no se le podía notar, que cualquier día tiene un golpe de lucidez y ésta es capaz de cambiar el testamento.

A las nueve de la noche se cerraba la puerta del dormitorio, se acababan las pocas visitas que tenía y a dormir, con sueño o sin él. Y entonces era cuando llegaban otras visitas, las que no necesitaban el permiso de los familiares para acomodarse en la oscuridad. Pero esta noche había algo diferente, la alcoba no se quedó en penumbra del todo, había una luz, un brillo que iluminaba parte de la estancia. El niño se había dejado la caja abierta junto a la peinadora y el resplandor que se colaba por la ventana jugaba con el reflejo de las bolas y el espumillón componiendo formas que se confundían con el estampado de las cortinas, con el papel de las paredes y las imágenes de los más de veinte portarretratos que decoraban el cuarto como el museo de la memoria perdida en que se había convertido.

Y la visitó su hermano al que mataron en la guerra, con la sonrisa eterna y el pelo engominado –talmente Carlos Gardel- posando junto a una motocicleta enorme. Y las compañeras del colegio del Santo Ángel, niñas perpetuas con alas de ángeles, y sus padres retratados el día de su boda, la única imagen que conservaba de ellos. Su hermana Amparo vestida de mantilla en el estudio del fotógrafo, y sus hijos de comunión, y su tía Remedios el día de la coronación de la patrona, y su propia imagen vestida de novia junto a su esposo, y el ramo de glicinias en cascada. Y su tío Emiliano, el diácono, con esa mirada inquisitiva -que luego era un cachondo el hombre-, y toda su familia, la que le quedaba en la última fiesta de Nochevieja que organizó en su casa, allá por el 76, junto al árbol decorado, sonrientes fantasmas de aquella navidad tan lejana, la última que ahora recuerda, la última en la que no faltaba casi nadie. Su marido no estaba en la foto, porque esa noche siempre acudía a la adoración nocturna de la parroquia. Eso creían todos, hasta que un alma caritativa –su cuñada Rosario- le dejó caer -creo que fue en aquella fiesta de la foto- que el buen hombre se tragaba las doce uvas en otra casa.

Y su hijo Ramón, su preferido, el que se le fue hace ya veinte años lo menos. Sonriente para siempre con todo lo que pasó el pobre para acabar muriéndose tan joven. Y su sobrina Mari Nieves con la orla, y… Y todos los santos, Santa Gema Galgani, San Francisco Javier, Santa Lucía con los ojos en un plato, el Santo Cristo de Medinacelli, la Virgen de las Angustias, de la que fue camarera más de treinta años. Y hasta Pablo VI bendiciendo sus bodas de plata en un pergamino amarillento.

Ánimas benditas del purgatorio en que se había transformado su habitación, fantasmas en blanco y negro (o en colores desvaídos) que la llevaban y la traían de allá para acá, desde el entonces hasta el ahora, cabalgando sobre el millón de vueltas de las manecillas del reloj, aturdiéndola en medio de una marea de recuerdos añejos, emborrachándola de horas, días y años desordenados. Parecían burlarse mostrándole cómo había desperdiciado su existencia, y al mismo tiempo la abrazaban, la besaban, la empujaban de uno a otro. Y justo cuando una turba de nostalgia y remordimiento estaba a punto de apoderarse de ella, cuando la cama y la cabeza daban vueltas como si se hubieran colocado en el mismo epicentro de un huracán desbocado, en un instante todo cesó.

Yanira abrió la puerta de la alcoba y descorrió las cortinas dejando que entraran los primeros rayos de sol de una mañana despejada. Recogió una taza de la mesilla de noche, y metió una cucharilla dentro de un vaso vacío provocando el tintineo que la despertó. Un sonido que para ella fue como música celestial, como la música del silencio después de una tormenta. Sus movimientos eran callados, gráciles y dispuestos. Y no habló todavía.

Volvió de la cocina donde la cafetera estaba produciendo su propia melodía y se sentó en la cama, junto a la anciana devastada por una noche de vigilia. Sus manos tocaron sus manos, y una sonrisa abierta y una mirada nítida le dieron los buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy?  Aquella muchacha de rostro dorado bien podría haber sido el ángel que venía por fin a recogerla para llevarla a las puertas del cielo. Pero no era un ángel, los ángeles no tienen piel y ella sí la tenía.

Después de darle el desayuno se dispuso a lavarla, tocando su cuerpo sin reparos, acariciándola con ternura y firmeza, masajeando espalda, brazos y piernas entumecidas y aplicando una suave pomada antiescaras. Dos mujeres en la soledad y el silencio de una vieja casona que ahora era un remanso de calma, miradas de conocimiento sin necesidad de palabras y una extraña especie de familiaridad recién estrenada.

Las manos de esa muchacha que venían de la otra esquina del mundo, la voz melosa y el acento hipnótico de aquella extraña que en unas semanas se había hecho madre, compañera y amiga –ojalá tuviera cabeza para dejárselo todo a ella, la casa, las tierras, los cuadros, las joyas…- la habían devuelto a la vida, o tal vez la estaban alejando de la misma. Y espantando de un plumazo los fantasmas de las navidades pasadas y también presentes, la ayudó a sumirse en un sueño profundo y placentero, dejándola, como dice la canción, durmiendo por fin en paz celestial.

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Comentarios sobre Dormir en paz celestial
Por Lola el miércoles 04 enero 2017 a las 13:31:03  

Otra vez me has hecho disfrutar; orgullosa de leerte

Por Ángel Luis de Quinta Garrobo el jueves 05 enero 2017 a las 07:46:49  

Orgulloso yo de que me leas, y contento por ello. Un abrazo querida amiga

Por Juan José de Quinta Garrobo el sábado 07 enero 2017 a las 16:30:14  

Hermano, estupendo!!!!!!

Por Ángel Luis de Quinta Garrobo el domingo 08 enero 2017 a las 19:59:27  

Gracias brother!!

Por Mariajo el sábado 14 enero 2017 a las 18:31:13  

Muy bien escrito Ángel….Pero tenía que haberlo leído en otro momento…Mi madre terminó en una residencia de ancianos por motivos difíciles de explicar en un blog y no te imaginas qué mal lo pasamos…La primera ella…Muchas veces me pregunto si esa era la única salida.

Por Ángel Luis de Quinta Garrobo el lunes 16 enero 2017 a las 10:31:46  

Tienes razón, no me imagino lo que puede ser eso, porque aunque he tenido algún caso próximo, no me ha tocado tan de cerca. Pero sea como hay que encontrar la conformidad, no atormentarnos más de lo necesario. La vida puede ser tan jodida… Un abrazo y gracias de corazón por tu comentario

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