María Rodríguez Velasco

Perdimos todos

miércoles 31 enero 2018

Abrí el cajón y ahí seguía, en su envoltorio, sin usar. Utilicé una tijera para perforar el paquete plastificado y la coloqué en el reloj. Era muy curioso -hasta divertido, si no fuera por la situación- porque la había comprado hacía seis o siete meses; justo el día que llegué, cargada de maletas y de nostalgia. Aquel viejo trasto había permanecido parado desde entonces, o incluso antes, y nunca le puse una pila. A veces, lo miraba antes de irme a dormir o cuando esperaba visita y sonaba el timbre, como buscando un aliado, una confirmación o la simple rutina de medir los momentos.

Hoy viajaré ligera de equipaje por recomendación y he pensado que sería bueno que, en mi ausencia, el tiempo no continuara detenido en este pequeño salón. Puede que sus manecillas sean el único sonido que interrumpa un silencio largo y agazapado.

Hace un par de semanas que no como ni carne, ni pescado fresco; tan sólo hay conservas en el supermercado. Anoche se me acabó el líquido que mantiene hidratadas mis lentillas y estas gafas ya me resultan incómodas. Recuerdo la textura del zumo de naranja recién exprimido, del chocolate derritiéndose en mi boca. Tampoco tengo galletas para mojar en el café.

De momento, los cajeros automáticos funcionan, pero no siempre se puede sacar el importe deseado. Mi cuenta tiene fondos, aunque lleve dos meses sin cobrar. En cualquier caso y llegados a este punto, el dinero no vale nada, no sirve.

Tony y Ana me aseguran que tendremos combustible de sobra, que cruzaremos la frontera sin problemas. Nuestros salvoconductos son falsos y nuestra identidad también, a partir de ahora. Ya no me llamo Carla, ni nací en Echubeca. Soy hija única, desde que mi hermana murió de leucemia. Debo acostumbrarme a darme por aludida si alguien grita mi nuevo nombre en alguna plaza o al coger el teléfono. Y yo sigo preguntándome por qué.

Al principio, hacíamos excursiones; enfrentábamos el día a día lejos de nuestras casas, pero satisfechos de tener más estabilidad laboral. Habíamos luchado y perdido tanto, dejándonos las pestañas en los apuntes de la facultad, entreteniendo nuestros mejores años con contratos a media jornada. Esperábamos el momento de la tranquilidad y casi lo estábamos consiguiendo. Seis desconocidos, unidos por las circunstancias y en una ciudad alejada de todo aquello que nos era cercano y conocido. Las semanas volaban, hacíamos planes y comidas improvisadas, conocíamos gente y, de vez en cuando, viajábamos a nuestros pueblos para abrazar a parejas, padres, sobrinos, amigos. Nos veían felices, sin resignación, ni fingimientos.

En esos días, los balcones exhibían banderas y los telediarios nos obligaban a cambiar el canal de televisión. Lo comentábamos sin importancia, entre café y tostadas con jamón. No nos posicionábamos, sólo permanecíamos neutrales ante los hechos. Teníamos miedo, aunque entonces no estuviéramos dispuestos a admitirlo. Nuestros padres nos habían hablado de una guerra y nosotros la habíamos estudiado en los libros de Historia. Nuestra generación se comprometía de otro modo. Las ideologías generaban incomodidad, hastío, y desprendían olor a naftalina. No habíamos sido perseguidos, ni habíamos sufrido un país en blanco y negro.

Montes de Labrada y Garbaterno, a unos pocos kilómetros, se han convertido en cuarteles generales. Allí nos llevaron la primera vez para aleccionarnos. Pasamos una noche en cada población, arrebujados entre las colchonetas de colegios sin niños y patios sin recreos. No pudieron acusarnos de nada, pero sí nos dimos cuenta de que había que seguir la corriente. Fueron dos noches en las que mirar al cielo fue un privilegio, como si allí se encontrara la salida del agujero negro. Queríamos nuestra vida de siempre, aquella cuajada de alborotos y sinsabores. Ahora, nos callaban, recelaban de cualquier movimiento y todo era sospechoso para ellos. Lo peor es que yo ya no los distingo; todos son «ellos».

¿Caminaré por París, algún día?, ¿alguien rescatará las canciones de mi guitarra?, ¿volveré a dormir ocho horas continuas sin despertarme?, ¿tendré que seguir reprimiendo la risa ante las ocurrencias inapropiadas de niños mellados, con rasguños en las rodillas? Quiero pensar que sí, pero el espejo me devuelve mi propio rostro transfigurado. No hay gestos, ni emociones; sólo una máscara fría, tensa, marmórea. «Díjole el ratón al gato: Adáptese a las circunstancias»… Sí, eso hicimos.

Las calles huelen a humo, las panaderías ya no hacen pan y yo he dejado un mensaje detrás del reloj, por si vuelvo más adelante o despierto de esta horrible pesadilla.

No he despegado de la puerta las imágenes que imprimí para hacer mío este hogar y sentirme acompañada: Montgomery Clift, Liz Taylor, Alain Delon y Romy Schneider exhiben una juventud y despreocupación radiantes. Charles Chaplin y Claire Bloom se mueven entre las candilejas de un escenario, mientras Natalie Wood y James Dean hacen el tonto entre escena y escena. Ahí está Audrey Hepburn, mirando al infinito, con la tristeza impregnada en los ojos y esa rotunda sonrisa, que me instiga a continuar. Y Donna Reed con James Stewart, vociferándome: «¡Qué bello es vivir!»

Si soy una rata por abandonar el barco, «ellos» lo hundieron. Son las cinco de la madrugada y yo debo partir. No quiero morir.

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Comentarios sobre Perdimos todos
Por Ana Teresa el miércoles 31 enero 2018 a las 15:24:55  

Un poco desconcertante

Por María Rodríguez Velasco el miércoles 07 febrero 2018 a las 08:38:45  

Ésa era una de mis intenciones. Un saludo.

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