María Rodríguez Velasco

Salvoconducto

miércoles 22 marzo 2017

Volvió a cerrar los ojos y sintió en sus párpados todo el peso del día que se estrenaba. ¿Cómo podía estar tan cansada? No se fue a la cama tan tarde y había dormido de un tirón, como cuando tenía quince años y nada conseguía robarle el sueño. Eso sí, recordaba cierta agitación de madrugada. Le pareció escuchar muy cerca una respiración sosegada y también, percibir el calor de un cuerpo al otro lado del colchón; pero dio por hecho que estaba sumida en un estado de semiinconsciencia. No era extraño, en esos casos, confundir sensaciones, deseos y temores en un instante, donde el cerebro y sus cloacas se permiten el lujo de abandonarnos a un libre albedrío difícil de dominar y distinguir.

Su pasaje de avión estaba encima de la estantería donde reposaban las obras de García Márquez, pues aquel viaje tenía algo de realismo mágico y ella podría hacerse pasar por Úrsula Iguarán o Amaranta. Uno de sus propósitos era vivir más de cien años y siempre había huido de cualquier atisbo de amor, por miedo a envejecer demasiado pronto y, sobre todo, porque perder el control significaba emprender un deporte de riesgo.

Raúl la había convencido -después de cinco meses de incesantes intentos- de que necesitaba desconectar y ver mundo. Aceptó esa excursión a París porque él era divertido, audaz y dicharachero; en definitiva, una buena compañía. Al fin y al cabo, ¿qué daño podría hacerle pasar una temporada fuera y distraerse?

Subió la persiana y descorrió las cortinas para ver cómo estaba el cielo. Estrellado y sin una sola nube. Estampó sus labios en el cristal y el frío la cercioró de que un beso sólo era eso: un escalofrío intenso que duraba apenas un segundo. La marca de su rouge en la ventana, como un guiño endiablado, le trajo a la memoria el piropo que los hombres solían dedicarle cuando entablaban conversación con ella en algún bar: «Tienes una boca muy sugerente, ¿te lo han dicho alguna vez?». Demasiadas, quizás.

Abrió la puerta del garaje y presionó el botón del mando en la oscuridad. El coche, lanzando su habitual ruido de apertura automática, se iluminó un momento por dentro. Violeta aguantó la respiración y no supo si gritar o salir corriendo. Contra todo pronóstico, no movió ni uno de los músculos de sus piernas o de su cara; tan sólo alargó el brazo y pulsó el interruptor de la luz. Allí no había nadie. Juraría que había visto una silueta en el asiento del conductor. Era un hombre. Inspeccionó cada rincón, hasta miró bajo el coche. Allí no había nadie. Quizás, era cierto que estaba muy estresada, que el cansancio y la monotonía estaban causando estragos en su lucidez. Allí no había nadie. No podía contarlo. Se reirían o, aún peor, le sugerirían la ayuda de un profesional. ¡No! Jamás pisaría la consulta de un psicólogo, terapeuta o psiquiatra. Ni siquiera sabía establecer la diferencia entre uno y otro, como para fiarse de ellos. Allí no había nadie.

La mañana transcurrió tranquila, alternando cafés e informes de mercado, alguna charla furtiva y un par de cigarrillos en la escalera de incendios. Volviendo a casa, decidió parar en un establecimiento de comida rápida y llevarse un sándwich, con ensalada y helado de yogurt. Al regresar al coche, mientras se colocaba el cinturón, detectó un olor diferente en él: perfume masculino. No le dio importancia al principio, pero durante el trayecto, llevó una de sus manos cerca de la nariz y también pudo notarlo. La fragancia estaba en el volante y había impregnado sus palmas al conducir. No era desagradable; más bien, al contrario. De todos modos, aquello la desconcertó sobremanera.

Los mismos hechos se repitieron día tras día, sin que ella dijera una sola palabra al respecto. Una noche alguien llamó con insistencia a la puerta. Se fue hasta la ventana, pero no vio al misterioso visitante. Con estupor, descubrió que en el cristal no había ni rastro de su pintalabios rojo. Hacía una semana que no limpiaba; se limitaba a hacer la cama, poner la lavadora y fregar los pocos platos que usaba. Durmió con la luz de la mesilla encendida y con la radio puesta. Si llegaba el caso, quería ver el rostro de aquel que, fuera real o imaginado, la atormentaba. El silencio… ya no podía soportar el silencio.

Aquella mañana tenía el aspecto de la primavera y no le apetecía enfrentarse a aquello que se había instalado en su vida, como una condena, como una pesadilla horrible de la que no podía despertar. Salió antes para ir caminando al trabajo y mezclarse con gente que pasara con prisa, tirando de la mano de algún niño que llegaba tarde al colegio, o esquivando a los transeúntes para no perder el autobús de la esquina. El sol la deslumbraba y no podía sentirse más a gusto, con la sensación de mecerse en una tregua, sin sobresaltos; dejándose cegar por toda la luz que le faltaba. Un semáforo en rojo la detuvo en el bordillo de la acera. Los coches, que esperaban como caballos a punto de comenzar una carrera, arrancaron a la vez, uno tras otro. No pudo evitar desviar la mirada hacia uno de ellos, muy parecido al suyo. Desde dentro, un atractivo cuarentón la saludó con la mano, sonriéndole. La matrícula coincidía con la de su coche.

Las siete y media. Todo recogido, revisado y vuelto a revisar. El coche continuaba en el garaje, sometido al castigo de la inactividad que ella le había impuesto. Su maleta, al lado de la puerta principal. ¡Por fin, París!

Aquel taxista era parco en palabras y, de haber sido más espontánea, lo habría abrazado antes de despedirse; por dejarla a su aire, por no colmarla con una conversación vaga e insustancial, por reconocer a quien prefiere abstraerse y no participar. Aquella agitación en la entrada del aeropuerto se le antojaba encantadora. Raúl estaría a punto de llegar. Volvería al Louvre y a los Campos Elíseos… ¿Qué hacía aquel atractivo cuarentón a treinta centímetros de ella? El sudor frío y la incapacidad de pedir socorro la hicieron sentirse más vulnerable que nunca. Él y su sonrisa, como el otro día en aquel semáforo, dentro de su vehículo. Le dio un sobre y le dijo que leyera el contenido de la nota que estaba dentro:

Querida Violeta:

No seré tu acompañante en esta aventura. Debes confiar en mí. Mi amigo Aure te parecerá encantador. Puede que quieras repetir esta experiencia con él; tal vez, en Berlín, Lisboa o Venecia. Lo pasaréis bien.

Raúl.

Lo miró, de nuevo. Se preguntó si el iris humano podía ser color escarlata o si, simplemente, estaba perdiendo el juicio.

 

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Comentarios sobre Salvoconducto
Por Juan Villabens el miércoles 22 marzo 2017 a las 10:13:40  

Gracias por hacerme pasar un rato agradable. Me gustó mucho.Besos. Juan

Por María el jueves 23 marzo 2017 a las 23:31:44  

Muchas gracias, Juan. Creo que, de alguna manera, ese rato agradable lo compartimos cuando coincidimos en el relato, cuando las palabras se convierten en el nexo. Besos.

María.

Por Anatere el miércoles 22 marzo 2017 a las 15:36:27  

Maravilloso. Me ha encantado

Por María el jueves 23 marzo 2017 a las 23:35:30  

Gracias, Ana Tere. Es un placer. Violeta surgió de repente y creí que merecía la pena contar su historia. Un saludo.

María.

Por Carlos el miércoles 22 marzo 2017 a las 18:29:39  

París bien merece correr ese riesgo !! 🙂

Por María el jueves 23 marzo 2017 a las 23:38:25  

Ése y mil riesgos más. París puede ser punto de encuentro, de despedidas y de nuevas oportunidades. Un saludo.

María.

Por sergio el viernes 24 marzo 2017 a las 01:32:04  

Me ha gustado. Interesante, aunque me gustaría conocer más la protagonista!!!

Por María R.V. el viernes 24 marzo 2017 a las 12:38:55  

¿Quién sabe? Puede que haya que plantearse una segunda parte…
Muchas gracias, Sergio.

María

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