El destello

miércoles 20 septiembre 2017

El veranillo de San Miguel de 1981 le traería a la niña María varios acontecimientos que asentarían los cimientos de su carácter. Como si de una conjunción cósmica se tratase, en dos días se produjeron tres hechos completamente independientes, muy lejanos geográficamente y sin relación ninguna, en apariencia, que le mostrarían el camino a seguir.

El primero de ellos tuvo lugar en el Estado de Nevada. El 24 de septiembre a las 7:00 a.m. -hora local- se detonó la bomba atómica Cernada a doscientos trece metros bajo tierra. Dicha detonación provocó un impresionante cráter. Cráteres de subsidencia los llamaban. Atacaban las entrañas de la Tierra con fines pacíficos. Con fines pacíficos tan dudosos como búnkeres de almacenamiento. A la niña María le pareció que era un digno tema para una pieza de teatro Kabuki.

El segundo tuvo lugar en un instituto de bachillerato de un pueblo manchego. También el veinticuatro de septiembre, pero es necesario retroceder unos años para situarla en este contexto y momento. A los tres años, y tras multitud de pruebas, le fue diagnosticada una cardiomiopatía dilatada de origen idiopático. Sufría constantes dolores en el pecho, cansancio extremo, fiebre, falta de aliento e hinchazón en piernas y tobillos. La niña María había nacido con un corazón demasiado grande y, según los especialistas, este seguiría aumentando de tamaño. Pasó la infancia leyendo. Empezó con la modesta aunque notable biblioteca de la escuela unitaria donde su madre ejercía de maestra rural, y continuó con las Selecciones Reader’s Digest. Esta temprana y heterogénea cultura sumada a ser la hija de la maestra la convirtió en el centro de burlas y pequeñas agresiones por parte de los niños de la aldea en la que vivía. Visto que el prójimo no la amaba como manda la Santa Madre Iglesia, decidió que lo más inteligente era no destacar, hablar poco y parecer tonta. En definitiva, ser casi invisible, inofensiva. Decidió sobrevivir.

A los catorce años terminó la Educación General Básica y, tras un verano especialmente bueno junto a sus abuelos en el que memorizó todas las capitales de los países del mundo, se produjo el primero de los muchos cambios que, a partir de entonces, se sucederían en su vida.

A mediados de septiembre la niña María comenzó Primero de Bachillerato Unificado Polivalente, BUP. A María la llamaban así en su casa para diferenciarla de María, su madre, y de su abuela, María. María, para los hebreos, significa la amada de Dios. Eso, si Dios hubiese existido y hubiese sido capaz de amar, determinó la niña María más tarde.

El paso del colegio al instituto fue no ya un gran salto, sino más bien una precipitación para la que María no estaba preparada. ¿Quién a los catorce años lo está realmente? La niña María venía de andar zancajeando en una aldea con escuela unitaria, acababa de cortarse las trenzas y quitarse los calcetines hasta la rodilla, y desembarcaba en un pueblo razonablemente grande, con profesores nuevos razonablemente amigables y compañeros nuevos poco razonables y poco amigables. La mayor ventaja que tenía era que nadie la conocía. -¿Podría aprovechar la situación para proyectar un nuevo yo? ¿Para ser otra? ¿Para ser una persona más fuerte, más independiente, más segura de mí misma?- se preguntaba la noche anterior al primer día de clase. ¡Pues claro que no!, fue lo que el paso de las semanas le demostró a la infeliz niña María.

Tras los primeros días de clase en los que se tanteaban unos a otros, se perfilaban y distribuían motes y se establecían los rangos de poder, todo entró pasmosa y rápidamente en una rutina casi de oficina. Hasta la tarde del veinticuatro de septiembre. Esa tarde, la niña María, ya apodada como “Suspiros de España”, tenía su primera clase de dibujo técnico. Entró en el aula y se sobrecogió como quien se confiesa la primera vez. Era cuadrada, enorme, con un altísimo techo de complicada arquitectura y parcialmente acristalado. Sus cristales esmerilados favorecían una luz casi cenital y de un amarillento catedralicio. Un diseño modernísimo, pensó con media sonrisa. Las mesas de dibujo, a las que había de asomarse encaramándose a unos taburetes de madera, eran rectangulares, verde oscuro y estaban inclinadas como las de los arquitectos. Desde la perspectiva del alumno, la mesa del profesor se veía algo insignificante y a este bastante indefenso. Mirándolo objetivamente podría decirse que su aspecto era lo menos técnico que cabe esperarse de un profesor que imparte dicha asignatura. Era un hombrecillo medio calvo que no desperdiciaba su espacio vital. Su cabeza se unía al cuerpo sin apenas cuello. Los brazos y las piernas apenas se prolongaban desde un tronco compacto y retorcido como el nochebueno que se quemaba en las chimeneas el veinticuatro de diciembre. Abundantes pelos sobresalían de nariz y orejas. Unos ojillos se intuían tras unas gafas de grueso cristal. Y finos y morados labios quedaban rematados por un bigote tan negro que parecía pintado con un Carioca. En cuanto al vestuario, era previsible: pantalón gris, camisa beige y una incomprensible chaqueta de punto de color granate abrochada que le redondeaba la sobresaliente barriga. Sudaba mucho. Jamás le venía su nombre a la punta de la lengua, pues todos lo llamaban por el mote que alumnos de otras promociones le habían puesto, el Mono.

La niña María se sentó junto a Teresa -la que más tarde sería su amiga-. Mientras el profesor pasaba lista y enumeraba las normas en su clase, ellas sacaban el compás, lapiceros, cartabón, escuadra, transportador de ángulos… y cuchicheaban. De repente Teresa, muy alarmada, le dijo:

– ¡Oye, ese te está mirando!

La niña María giró la cabeza hacia atrás y lo vio. Un chico la miraba a través de un cartabón ahumado. Lo hacía sin pudor, quizás se sentía invisible tras ese triángulo transparente. Ella se ruborizó y, viendo uno de sus ojos en el hueco formado por los tres lados del triángulo, pensó:

– La mirada de Dios.

Efectivamente la estaba mirando con esa mirada que no deja lugar a las dudas. Era esa mirada que te sitúa en el mapa, que te otorga un título de propiedad, que te sube al podio de los visibles en la tierra. La niña María se mareó, sintió que el corazón le iba a estallar, le zumbaban los oídos y la sangre de las piernas se volvió tan espesa que la paralizaba. Se agarró a la mesa con las dos manos y empezó suspirar varias veces para recobrar el aliento. Gemía como un animal herido. Pronto un coro de risas estalló y tuvo que salir de clase para no desmayarse allí mismo. Pasados veinte minutos volvió a entrar y la recibieron de nuevo las risas de los listillos de la clase. El Mono los hizo callar y mientras la niña María caminaba hacia su mesa volvió a sentir la mirada de aquel chico-hombre-dios sobre ella. En el momento de sentarse volvió la cabeza para devolverle la mirada, para reembolsarle la vida, y lo descubrió riéndose. El chico-hombre-dios no aguantó la presión. No se permitió una debilidad, la debilidad de los fuertes, de los que no se sienten en deuda con los demás. Aquella mirada le provocó en el alma un cráter de subsidencia que llenaría con desafecto el resto de su vida.

El tercer acontecimiento tuvo lugar dos días después, el 26 de septiembre. Dos hombres morían en accidente laboral. Sus viudas lloraron. A una la lloró y acompañó España entera. A la otra no. La otra era Juana, tía materna de la niña María. Su marido, Eusebio, era guardés en una finca de Toledo. Murió esa mañana en un accidente de caza. Un disparo errado por el dueño del coto. La guardia civil le trajo la noticia a Juana. Desde aquel día Juana empezó a dormir mejor por las noches.

La niña María, tras meditar sobre aquellos hechos días después, resolvió lo siguiente. Que es posible encontrar belleza en lo útil y atroz. Que Dios ni era amor ni podía existir porque el amor era una debilidad y no se puede acometer la tarea de ser Dios siendo débil. Y que la viudez es el estado perfecto de la mujer.

La niña María pactó una tregua consigo misma, aprendió a controlar su vasto corazón y sobrevivió.

 

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Comentarios sobre El destello
Por Ángel Luis de Quinta Garrobo el miércoles 20 septiembre 2017 a las 12:27:23  

Hermosísimo relato Pilar! Enhorabuena

Por Pilar el miércoles 20 septiembre 2017 a las 15:38:04  

Muchas gracias! Me hace muy feliz que te guste. Un abrazo enorme compañero.

Por Carmen Lorente Marín el miércoles 20 septiembre 2017 a las 20:35:39  

Me encanta Pilar!!!Me parecía estar el la clase de mi instituto a esa edad!Enhorabuena,espero poder seguir leyendo muchos más.Un abrazo enorme.

Por Pilar el jueves 21 septiembre 2017 a las 06:12:08  

Muchas gracias Carmen! Me alegra que te haya gustado. Aquí seguiremos contando historias. Un abrazo.

Por Miguel Cruz el domingo 08 octubre 2017 a las 15:54:27  

Me ha encantado cómo el relato, con esa mezcla de ternura, dolor y un cierto distanciamiento irónico que permite el paso del tiempo, conduce al lector a un final en el que todo cobra sentido una vez que se unen los tres lados de ese triángulo rectángulo escaleno sobre el que pivota la narración. Estoy deseando leer el siguiente, Pilar.

Por Pilar el domingo 08 octubre 2017 a las 20:08:47  

Muchas gracias, Miguel! Por tus palabras, por seguir leyendo este blog y por el análisis. Un abrazo. Nos vemos aquí.

Por Manuela Burló Moreno el domingo 12 noviembre 2017 a las 20:41:02  

Una vez más. Una auténtica delicia de relato. Me quedo con «la mirada de Dios» a través del cartabón ahumado. Jaaaa

Por Pilar Matas Escobar el lunes 13 noviembre 2017 a las 10:54:52  

Muchas gracias, Manuela. Seguiremos atentos a las miradas que nos arropan.

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