Víctor Conde

Faltan tres minutos para que dé
comienzo la función. Por favor,
desconecten sus teléfonos
móviles y su tos

viernes 13 enero 2017

Llevo un rato sentado en una cafetería, escuchando el runrún de las conversaciones a mí alrededor. Intento cazar al vuelo retazos de ellas. Hablan sobre periodismo, sobre los problemas de no sé qué empresa, sobre lo monas que están las niñas en una foto del móvil. De repente, caigo en la cuenta de que nadie tose. En ninguna de las mesas. Nadie interrumpe su conversación para toser. Creo que será momentáneo así que espero atento y acechador el momento en que la tos suceda. Pero nada. En treinta minutos nadie ha tosido. No es posible, me digo. Salgo consternado y la realidad que encuentro ahí fuera es todavía más desconcertante. La frutera no tose cuando me atiende. No tose el taxista que me lleva y que me da conversación sobre el Balón de Oro. Me reúno con un actor, a ver si hacemos algo juntos, y el actor no tose en todo el rato. Mí portera, el señor del kiosco, la amiga con la que hablo veinte minutos al teléfono, la señora que me vende el Euro millón, el farmacéutico. Nadie tose.

Luego por la noche lo entiendo. Entiendo porque nadie tose durante el día. Todo el mundo se reserva la tos para el teatro.

En cuanto las luces se apagan, en ese momento de magia, la gente siente el impulso. ‘¡Ahora!’ parece que piensen. Casi se puede oír una voz gritando. ’¡Ha llegado nuestro momento!’ ‘¡Liberémonos!’. ‘¡Tosamos sin control!’. Y un sinfín de toses estallan al unísono. Y no terminan en ese momento. Eso es solo el principio. Tosen con fuerza, sin cortapisas ni piedad. Da igual lo que la función dure. Tosen una hora o tosen dos horas y media. No hay límite.

La actriz en escena recita a Lorca. Impertérrita. Como si nada sucediese. El mundo se desmorona a su alrededor y su voz lucha por ser oída, pero en esa convención mutua entre artista y espectador ambos hacemos como que no pasa nada. Hasta que las toses en el patio de butacas son ya tan escandalosas que la gente empieza a murmurar. Algún valiente se atreve con un ‘¡Shhhhh!’. La actriz calla y se produce el SILENCIO. Nadie tose ya. Por supuesto. Solo esperan a que ella vuelva a hablar, o mejor, a que haya un oscuro. En la ausencia de luz en un teatro, en esa oscuridad cómplice, es cuando el ser humano más tose. Es el momento esperado durante todo el día para estallar. No son ataques de tos. Es como una tos de mentirijillas. Son carraspeos nerviosos, contagiosos, casi obligados por tomar conciencia justo en el instante en que la actriz sube el volumen de su voz, de que tenemos garganta, de que es invierno, de que si el vecino tose será porque no pasa nada, de que el humo que hay en escena, ese humo en el que los actores hablan y cantan sin problema, a nosotros, solo verlo, nos produce mucha tos. De todas esas cosas y de vaya usted a saber cuántas más.

‘El publicó nunca debería ser protagonista del drama’, apuntan en escena. En este caso, la señora que está detrás de mí. Esa que no tosía en la cafetería y que esta noche no ha cogido un caramelo. Esa que en un concierto no tose ‘porque ahí no se puede’. No es la protagonista. Es el drama.

Calígula aparece ahora en escena. Al principio me desconcierta porque no había comprado entradas para Camus, sino para Lorca. Durante su monólogo las toses no cesan. De pronto el actor calla. Llama a sus soldados. Aparecen veinticinco soldados romanos que espada en mano bajan al patio de butacas y cortan la cabeza de la señora salpicando a todos de sangre. Y no solo la de la señora detrás de mí. Las de todos los que tosían. Las de todo el mundo. El teatro es ahora una orgía loca de sangre con actores vestidos de romanos cortando cabezas de gente que tose. Bueno, ahora ya no tose nadie, ahora se aguantan, pero ya es tarde. Entonces los romanos se acercan hasta mí. Yo les digo que no he tosido, que me he aguantado la tos. Pero no me escuchan. ‘¿Usted cree que vamos a ponernos a preguntar en un momento así? ¡Todos tosían y nos han jodido la función!’. Les digo que se calmen, que no pueden hacer eso por una simple tos. Que la tos es algo natural y que deben ser comprensivos y tal. Y uno de ellos me responde: ‘No soy yo quien hace esto. Es mi personaje’. Y entonces sega también mi cabeza que rueda hasta caer junto a la de la señora que tosía. Con mi último aliento alcanzo a decir: ‘Señora, ya se podía haber traído usted un caramelito’.

 

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