Llovía con fuerza cuando salí del hospital. Al atravesar la puerta me frenó un aire tan fresco y limpio que me parecía entrar en una atmósfera diferente, de otro planeta, un aire importado. Olía maravillosamente. Abrí bien las aletas de la nariz para dejarlo pasar y era tan frío que las membranas nasales sintieron una quemazón. Sin duda había limpiado la boina de contaminación, eso seguro. Ahí, empecé a llorar. Todos los días lo hacía, en la visita de la mañana y en la de la tarde. Me ayudaba a limpiar la boina de desamparo y tristeza que acumulaba. Mientras buscaba un pañuelo de papel valoré si sacar o no el paraguas. La parada del autobús estaba tan cerca. No, no merecía la pena. Total, un ortopédico paraguas plegable, regalo de mi suegra, que una vez abierto no terminaba de cumplir su función, pues se colaban pequeñas gotas por cada agujerito que los alambres, al cerrarse, le habían hecho.
Eché a correr hacia la parada. Correr es muy optimista. Daba saltitos, con más o menos acierto, sorteando visitantes, pitilleros y personal del hospital que entraban o salían de él. La lluvia me lavaba las lágrimas y aliviaba mis ojos.
Llegué a la parada y una larga cola de paraguas abiertos me impidió ampararme bajo la marquesina. Volví a valorar si sacarlo o no. No, a estas alturas ya estaba mojada y el marcador parpadeaba indicando “próxima llegada número 46”. Cuando llegó el bus, los paraguas comenzaron a remolinearse, y a medida que subían a él, se iban plegando. Al fin entré y me sumé a aquella manada con olor a perro mojado que se movía con dificultad y se afanaba en buscar asiento.
Encontré el mío hacia el final del bus en un grupo de cuatro asientos enfrentados. Ocupé el situado junto a la ventana y de espaldas al sentido de la marcha. El pelo me goteaba en la cara, necesitaba secármela. Empecé a rebuscar en el enorme bolso que traía al hospital. Tarea complicada. Libro, agenda, gafas, monedero, libreta, gafas de sol, neceser, cartera, estuche, botellín de agua, Ventolín, cepillo, toallitas húmedas de manos, paraguas y ¡pañuelos! Mis lágrimas se tomaron una pausa durante los minutos que transcurrieron entre la entrada al autobús y la localización de los pañuelos. Saqué un par y respiré profundamente mirando por el cristal empañado. Parapetada y a salvo de no sé muy bien qué de repente volvieron a fluir, calientes y sin freno, las lágrimas. Otra vez me ardían los ojos, otra vez me goteaba la nariz. No quería despegar la cara del cristal por temor a encontrarme unos ojos testigos de mi desconsuelo. Seguí así, suspendida en el tiempo y espacio de aquel autobús, mi cabeza ocupada por un solo pensamiento, ella, tumbada, exhausta, casi rendida, sin voz, solo ojos. Por momentos, el nudo que tenía en la garganta, temía que me hiciese gritar, gritar ¡no!, ¡basta!, ¡no quiero! No lo hice. Temía más quedar por loca o tonta, peor todavía, que ahogarme en mi propio dolor. De manera que, en lugar de eso, levanté la cabeza para tragar saliva con fuerza y me topé con ellos, unos ojos que me miraban. ¿Cuánto tiempo puedes mantener una mirada sin que sea una invitación a…? Transcurridos tres o cuatro segundos, apartó sus ojos de los míos. Yo no, yo me quedé suspensa en ellos, esperando que volviese a mirarme. No lo hizo inmediatamente. Mis ojos empezaron a reparar en su pelo, sus hombros, su ropa, su maletín, en todo él. Podía recordar a uno de esos reporteros del National Geographic. Y entonces volvió a mirarme. Una mirada que lejos de ser impertinente estaba llena de inquietud y delicadeza. Creí percibir interés. Ahora fui yo quien los apartó, porque sentí que mi mirada empezaba a estar teñida de otra cosa. Volví a perderme en el cristal, buscaba reconducir mi pensamiento hacia el objeto de mi dolor, pero aquella zozobra, si no nueva sí inesperada, no me dejaba. Después de tanto tiempo empezaba a encontrar confortable el dolor porque me acompañaba siempre y mecía en él cuando me quedaba a solas. ¿Pero esto? Era del todo inadecuado y me hacía sentir culpable.
Sin darme cuenta levanté de nuevo los ojos y allí estaban los suyos. Arqueó las cejas a modo de pregunta.
- ¿Qué necesitas? ¿Te puedo ayudar?
Ahora sí, un leve suspiro salió de mis labios. Parpadeé para librarme de una gruesa lágrima.
- Borra el dolor, borra esta calle, esta ciudad, borra los últimos cincuenta y dos días y devuélvenos las miradas alegres y sin miedo.
- No puedo hacer eso pero puedo abrazarte.
- Hazlo hasta que crujan mis huesos, hazlo hasta que pierda el sentido, hasta que desaparezca.
De pronto se inclinó para coger su maletín, se incorporó y sin dejar de mirarme salió al pasillo.
No me moví, no le miré mientras se marchaba. Ni siquiera miré por el cristal. Las lágrimas me devolvieron a ese lugar tan familiar. Mientras lo hacían pensé en Blanche Dubois: “Lo más opuesto a la muerte es el deseo”.
Seguí llorando hasta que llegué a mi parada.