Ángel de Quinta

Chipa y clericó
(Un cuento de navidad al otro lado)

jueves 20 diciembre 2018

Se puede escapar de la navidad, no te quepa duda. Ya se ponga el Corte Inglés como se ponga, te digo yo que sí.

Hacía tres meses que se había mudado a aquel barrio que ni sabía que existiera. Un piso de dos habitaciones y trastero semi amueblado. Aún tenía que colocar los cuadros y las cortinas del salón, pero nunca encontraba el momento. Todavía había cajas por medio, cajas hechas a toda prisa en los dos días en que decidió que ya era hora de dejar aquella casa de guerra y rencor. Era su casa, pero ya no podía estar más allí. No tan cerca de ella.

Cambió gustoso el club de golf, el jardín, la piscina y el garaje por la tranquilidad del sexto con ascensor y video portero que no funcionaba y que posiblemente nunca funcionó. Y por el vecindario, que era… bueno, de gente normal, trabajadores, tiendas de chinos y fruterías, bares de barrio, sin Starbucks ni pollas. Tampoco se podía permitir más, de un chalecito en Torrelodones a un apartamento en Cuatro Caminos, a esto se le podía llamar un bajón en toda regla, pero parecía no importarle lo más mínimo. Ocho años conviviendo con el que pensó era el amor de su vida y con sus dos hijas (del amor de su vida, no de él), ocho años de una existencia de cuarenta y seis son muchos, o casi nada. No estaba muy seguro.

De lo que sí estaba seguro era de lo a gusto que se vivía solo. Sin dar cuentas a nadie, sin esperar a nadie, sin oír a nadie. A veces tenía miedo de cansarse de la soledad, pero se le pasaba pronto. Trabajar, llegar a casa, comer, descansar, ir un rato al gimnasio (uno de esos low cost, a tres manzanas de su calle), tender la lavadora que puso ayer, ordenar un poco, sentarse frente al portátil, preparar la cena, ver dos capítulos de una serie, irse a dormir, despertarse e irse a trabajar. Y repetir la rutina de lunes a viernes deseando que llegue el lunes otra vez lo antes posible.

Para cualquiera podría parecer deprimente, pero él daba gracias por su nueva vida. Aunque no sabía hasta cuándo sería capaz de prolongarla, a veces incluso deseaba que no cambiara jamás. Ni su curro, ni su piso, ni sus amigos (sólo unos pocos después de dejarse a algunos en aquella urbanización), ni la poca familia que le quedaba cerca (a unos 250 kilómetros, sí, cerca), ni su cara, ni su cuerpo, ni su ropa (cada día se planteaba renovar el armario pero nunca daba el paso), ni el sexo en solitario, ni la play en solitario, ni las cervezas en solitario le daban la felicidad –qué coño era eso- pero sí la tranquilidad, a lo que aspiraba ahora, no le pedía nada más a la vida. Estar tranquilo.

Un martes a principios de diciembre un ruido le despertó de su siesta, voces en la escalera, o en el piso de al lado. Gente deambulando. El corazón empezó a latirle más deprisa al temer que alguien se estuviera mudando allí mismo. Saltó del sofá y miró a la calle, pero no veía nada, fue a la cocina y se asomó a la ventana que daba a un patio común. Justo enfrente, a través de los tendederos vio la luz encendida de la cocina del piso opuesto de la que entraban y salían unos niños corriendo y gritando. La amenaza de que fuera una familia la que se estuviera instalando lo dejó trastornado. Pensar que toda aquella calma –la única razón por la que se decidió por el apartamento- pudiera acabarse… Aunque el dueño le aseguró que los cristales eran de climalit, pero era como si el ruido se colara por las paredes. Como aquella mañana que sintió los golpes del cabecero de la cama del anterior vecino y algún que otro jadeo entrecortado, pero eso no ocurría muy a menudo, lo podía soportar.

No lo soportaba. Dos días después se decidió a tocar el timbre para pedir que por favor pusieran la música más bajo. Le abrió una mujer de unos cincuenta años -aunque también podría tener treinta- y con un acento tan dulce como su sonrisa. Perdió la dulzura en el momento de gritar a su hijo que quitara el reguetón de los demonios y la recuperó al pedirle disculpas y ofrecerle su casa para lo que gustara.

No gustaba de otra cosa sino de que se fueran lejos de allí cuanto antes. Miraba por la ventana de la cocina cada quince minutos, a ver qué pasaba, quién estaba, qué hacían. Los olores de comidas inidentificadas le llegaban a poco que dejara una rendija abierta, y las canciones, me siento lejos de ti, mi bella noche Asunción… una y otra vez, ¿quién sería aquella Asunción de los cojones?… Siempre había gente. No sabía si eran colombianos, o dominicanos, imaginaba que la música y el acento venían de algún lugar de Sudamérica, pero vete a saber de dónde. Cada día al volver del trabajo iba temiendo lo que se iba a encontrar, si tendría que ir a llamarles la atención otra vez o no.

Este año no tenía ningún plan para nochebuena. Por primera vez en toda su vida no había compromisos, ni cenas, ni cotillones, ni christmas que mandar, ni árbol que adornar, ni regalos que comprar. Nada. El mejor plan era no tener ninguno, así que por la tarde volvió a casa del gimnasio esquivando pandillas gritonas con cuernos de reno y niños tirando petardos. La gente corría a hacer las compras de última hora mientras él se reía para adentro pensando en lo absurdo de todo aquello, en lo ajena que le resultaba esa algarabía. Esta noche cena rápida, película y pronto a dormir.

Decidió silenciar el teléfono que no dejaba de avisarle de mensajes de felicitación de colegas, amigos, familia. Como temía averiguar quién no le felicitaba, prefirió no mirar el móvil metiéndolo en un cajón. Mientras daba vueltas la lasaña del Mercadona en el microondas reparó en el silencio de los vecinos –la luz de enfrente apagada-, extrañándole que una noche como ésta no hubieran montado un fiestón. Lo había previsto y por eso se había comprado unos tapones ergonómicos aquella misma tarde, y si la cosa se ponía muy mal se iría a la cama con todas las puertas cerradas. Todo estaba calculado.

Una cosa no había planeado, las ganas que le entraron de llorar mirando ese plato precocinado girando detrás del cristal. Pero las venció pronto y puso la mesa y una película de aventuras interestelares, y retiró el plato antes de terminarlo, y quitó la película antes de que acabara, y volvió una vez más a la cocina a mirar al otro lado, y nadie, seguía sin haber nadie. Pensó en ponerse a ver porno, pero le pareció demasiado patético en una noche como aquella, por mucho que se dijera una y otra vez que tenía que ser otra noche más. A dormir, nueve gotas de melatonina en un dedo de agua y a acostarse.

Pronto se durmió y pronto se desveló por el ruido que venía de detrás de la pared. Me siento lejos de ti, mi bella noche Asunción… Ahora coreada por unos cuantos, como nosotros haríamos con el ¡Que viva España! si estuviéramos a miles de kilómetros de aquí. Ruido de platos en la cocina y un olor a carne asada que se filtraba por las ranuras de las puertas. Desde la ventana los miró atareados llevando y trayendo platos, una chica preparaba lo que parecía una jarra de licor con muchas frutas picadas y mucho hielo, embobado con su actividad fue sorprendido por la muchacha que le sonrió descaradamente y alzó la jarra como invitándole, o brindando por la navidad. Se apartó en un instante y apagó la luz de la cocina.

La tragedia se avecinaba, nunca mejor dicho, ni los tapones ni la melatonina serían capaces de sumirlo en el sueño que deseaba desesperadamente. Se dio cuenta de que aún era temprano, que quedaba mucha noche por delante, y decidió salir al rellano a rogarles por favor que no hicieran tanto ruido. Sabía de lo absurdo de la petición tratándose de semejante fecha, pero algo tenía que hacer.

Justo al cerrar la puerta se dio cuenta de que se había dejado las llaves dentro, y es que cuando algo puede ir a mal ten por seguro que irá a peor. Con un pijama que parecía un chándal (gracias a dios) llamó al timbre de los vecinos para, dos cosas, pedir ayuda (no tenía ni el móvil para poder llamar a un cerrajero), y pedir silencio, sólo un poco de silencio por el amor de dios.

¿Quiere probar la chipa guazú?, ¿sopa paraguaya?, tereré, chipa yeguá, chancho asado, yuca, chupín… en su plato había más colores que en un castillo inflable, y una cantidad de comida que sería incapaz de engullir. Pero de pronto sintió hambre, y comió. Y lo miraban riendo y canturreando canciones que no conocía, villancicos de su país, qué lindo está el pesebre mirana un poco el yvú, y en sus orillas cantando su tristeza en kururú… Ni puta idea de lo que decían. De los ojos de la mujer que le abrió el primer día caía una lágrima que no tardó en secarse. Su esposo, su madre, tres niños de edades distintas, una pareja de adolescentes vestidos como para los oscars, cuatro o cinco vecinos compatriotas, la chica a la que vio preparando el coctel a través de la ventana… ¿un poco más de clericó? No entendía cómo cabía tanta gente en un apartamento exactamente del mismo tamaño que el suyo, en el que sólo cabía él. Vale, tomaré un poquito más.

No había visto tantas frutas juntas en su vida, hasta el nacimiento que había sobre la cómoda estaba lleno de frutas tropicales, tantas como las que flotaban en la bebida que tenía en su mano, que parecía una sangría –nunca le gustó la sangría-, pero estaba mucho más rica. ¡Cuidado que lleva alcohol! Y ya lo creo que llevaba. Las miradas, las risas, los colores y las canciones lo estaban emborrachando. Y de pronto se miraba en pijama en medio de aquella extraña reunión – ¡le estaban enseñando palabras en guaraní! – y no podía entender cómo demonios había llegado hasta allí. Había pensado que se podía escapar de la navidad, estaba seguro, al menos este año, pero parece que al final no pudo.

Cuando empezaron a recoger la mesa para preparar los postres y el brindis él se ofreció a llevar platos a la cocina, y una vez allí se quedó mirando su ventana medio en penumbra –joder ya me he dejado la luz del salón encendida- y vio su propia cocina y su propia vida desde el otro lado, como si en realidad no fueran las suyas. El ruido de una copa rompiéndose contra el suelo le despertó de un letargo de dos o tres segundos que pareció durar una hora. Una riña, unas risas, un portazo, y un montón de gente contenta a pesar de tener mucho menos que él, o eso creía, lo devolvieron a una fiesta de la que no se quería ir. No me preguntes por qué, no sabía dónde coño iba a dormir ni como entraría de nuevo en su casa, pero sentía que, en aquel momento, no le importaba. Igual era esa bebida que le habían dado.

 

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