Ángel de Quinta

Manos

jueves 30 mayo 2019

Apoye la cara en el agujero y deje caer los brazos. ¿Está cómoda? No. Estaba nerviosa, venía nerviosa y desnudar su espalda ante un extraño no la ayudó. Relájese, ¿le puedo hablar de tú?

La musiquilla tibetana que sonaba de fondo tampoco ayudaba, pensó en pedirle que la quitara, pero no se atrevió, y en vez de apaciguarla y trasladarla a un lugar etéreo le estaba poniendo de los nervios. Sí claro, hábleme de tú, o háblame. O mejor, no me hables de nada, dijo para sí misma.

La chica que la atendió la última vez estaba de baja y hoy era un hombre el que pondría sus manos sobre ella, si no tenía inconveniente. Un fisioterapeuta titulado, con mucha experiencia en dolencias lumbares y lesiones de columna en general. No hay inconveniente. Eso creía, pero hacía tanto tiempo que un hombre no la tocaba… Su marido no contaba, o sí, pero también hacía mucho que no ponía un dedo sobre su piel desvestida.

Parece que escuchó sus pensamientos porque empezó a masajearla en silencio, al principio suavemente y poco a poco con más energía. Pulsando con fuerza su pulgar en algún punto desde sus omóplatos hasta su cintura, insistiendo unos segundos en cada lugar sin hacer nada más, apretando hasta el preciso instante en que ella estaba a punto de gritar que parase. Y luego a otro ángulo, y a otro más. Era un dolor intenso, pero la aliviaba saber que cesaría a los cinco o seis segundos. Ojalá el dolor fuera así siempre, pensó, que supieras cuando va a acabar.

Desde el hueco en que tenía encajado su rostro veía los pies moverse con calma, zapatillas blancas de enfermero -un 43 calculó- con agujeritos transpirables, de las que asomaban unos centímetros del calcetín blanco impoluto bajo el pantalón verde quirófano. Esa era toda la información que tenía de su terapeuta, no recordaba ni un solo detalle del resto de su cuerpo, ni de su cara, de lo azorada que entró en aquel cubículo todo decorado en blanco y beige. Había una orquídea fucsia, seguramente sintética, que rompía la claridad del conjunto, nada más.

Ahora sus movimientos se hicieron más amplios, las palmas más abiertas, casi abarcando todo su envés, deslizándose con soltura ayudado por el aceite que se acababa de untar, acelerando y ralentizando el ritmo de forma aleatoria. Y en silencio. ¿Permites que te baje un poco la toalla? Tenía que emplearse a fondo en su zona lumbar, para lo que debía abarcar también el área superior de los glúteos. No sabe si dijo sí o sólo movió afirmativamente la cabeza, en medio del estado de sopor que empezaba a embargarle. La tensión se iba disipando como el aire tras la tormenta, y una sensación de abandono que no experimentaba desde… ¿nunca?

Hacía seis meses que acudió a la clínica por prescripción del médico de la mutua, una semana después de dejar de ir al trabajo por no poder moverse de la cama, harta de que toda su familia le dijera cien, mil veces, que se diera de baja. Calmantes, cremas analgésicas, pilates, acupuntura, antiinflamatorios, tratamientos homeopáticos, flores de Bach y sesiones de moxibustión, que es algo así como dejar que te quemen la piel para ver si eso también acaba quemando el dolor. Pero el dolor no se iba, y si era agudo por la noche al irse a dormir aún lo era más al levantarse sin fuerzas por la mañana. En su vida había sentido dolor físico sólo unas pocas veces, alguna que otra regla, los partos de sus hijos, una vez un cólico nefrítico que no se quería ni acordar… Pero no recordaba ninguno que se hubiera prolongado tanto en el tiempo, que le minara las ganas de vivir.

Debajo de aquellas manos que parecían hacer pan con su carne, al compás firme y pausado de una frecuencia adormecedora, llegaban y se iban imágenes sin sentido a su mente. Algunas las desechaba de inmediato, otras las acariciaba en su cabeza como él acariciaba su fatigada musculatura. La boda de su hija mayor, ahora hacía un año, su padre bailando a quién le importa lo que yo haga agitando los brazos como un chiquillo, la última vez que lo vio reír a carcajadas antes de que enfermara y muriera meses después. La cara de su marido contándole lo del ERE de su empresa, la primera vez que su hijo le cogió el pecho después de una semana que no comía -dolor y placer como no había sentido nunca-, la bronca en la reunión de comunidad de antes de ayer.

Gírese, gírate un poco a la izquierda, voy a trabajarte el oblicuo.

Todos tenemos un barómetro del dolor que sólo nos pertenece a nosotros, y el de ella siempre estuvo encajado en un nivel bastante neutro. No recordaba haber sufrido demasiado ni tampoco haber gozado en exceso, y se había esforzado en sentir, pero nunca había sido sacudida por eso de lo que tantos hablan, no recordaba haberse dejado arrastrar por impulsos o pasiones, ni haber perdido ni por un solo instante el control de sus sentidos. Nunca, ni cuando se fumó aquel porro en la fiesta de fin de carrera, ni cuando se acostó con su marido la primera vez, ni la última, claro. ¿Cuándo fue la última?

Su idea del riesgo se reducía a atreverse a tender en la azotea a pesar de aquella nube tan negra, o en echar cúrcuma al arroz en vez del colorante de siempre, o en dejar que la peluquera le aclarara las mechas “en tonos fantasía”, que te van a quitar lo menos diez años de encima mujer. No recordaba cuándo fue la última vez que tuvo una fantasía, sería una niña, o una adolescente, cuando pintó en un cuaderno todo lo que quería conseguir en la vida. La casa –grande y blanca, como las de las películas americanas-, el marido alto y moreno, los hijos, el perro, árboles, flores de colores chillones, dos o tres pájaros volando y un sol amarillo como una yema. No recordaba haber pintado convertirse en funcionaria de ayuntamiento ni acabar trabajando en la oficina de plusvalías para pasarse ocho horas al día sentada –en mala postura- frente a una pantalla llena de cifras. Ni llevar la casa a cuestas, las cuentas a cuestas, los hijos a cuestas, los compromisos, las obligaciones familiares –las de su familia de sangre y la política-, los domingos a cuestas, uno detrás de otro, todo lo largos que son.

¡Ay! No pudo reprimir un tímido gemido de dolor. ¿Ahí duele no? Ese es el multífido, que lo tienes frito. Deberías plantearte ir a natación. Pero no le gustaba nadar. Le gustaba el mar, el contacto del agua en su cuerpo, por muy fría que estuviera, pero las piscinas le agobiaban, además de tener una pésima técnica de respiración que la hacía hartarse de tragar cloro cada vez que intentaba dar tres brazadas seguidas. ¿Multífido ha dicho? No sabía que tenía de eso, la verdad, no sabía mucho sobre su propio cuerpo, nunca se paró a mirarse demasiado.

El mar, ¿desde cuándo no iba a la playa? Ahora sonaban olas en esa musiquilla lejana, y con ellas la sensación de que alguien le aplicaba crema protectora en su espalda, factor 50 por lo menos. Siempre precavida, de alguna manera asustada ante cualquier peligro, cuidado con el sol, cuidado con la sal, cuidado con reír, cuidado con llorar. Tenía 57 años y todavía no le había pasado nada malo en la vida, y llevaba temiéndolo desde que era chica.

Tenía 57 años y hasta hoy no se había sentido así. Debajo de los dedos que paseaban su epidermis, en un estado medio de letargo, sintió que era allí y no en otro lugar del mundo –del poco que conocía- donde quería estar en ese momento. Cerca de ese hombre que casi no hablaba, cerca de sus manos que tanto bien le hacían. Ahora pensando cuánto tiempo quedaba para la siguiente sesión y si sería él mismo el que la atendería o volvería la chica que la trató antes.

Notaba el tacto subiendo hasta el cuello y la base del cráneo. Las cervicales, mareos, vértigos, desorientación. Le apartó el cabello hacia arriba y creyó haber llegado al cielo. Hasta ganas de llorar sintió mientras notaba como si jugara con los remolinos de la nuca, el vello erizado. ¿Molesta aquí? No, nada. Tienes acumulada toda la tensión en este punto.

Tenía acumulada la vida como un collar de plomo. Tenía que recoger el traje de su marido del tinte y buscar un regalo para la compañera que se jubila la semana que viene –cómo se le ocurrió ofrecerse voluntaria-, y tenía que llegar a tiempo de recoger el pescado que encargó en la plaza. Y esta tarde a la residencia a ver a su suegra, que hacía una semana que no iba. A ver si esta vez tampoco la reconoce, mejor así, que no tenga nada que reprocharle. Ah, y comprar leche sin lactosa, que ya no queda. No me va a dar tiempo. Siempre preocupada por el tiempo, aunque cada vez tenía más y no sabía qué hacer con tanto. ¿Cuánto tardaría aún en acabar con ella? El fisio, no el tiempo. No quería ni pensarlo, en medio de una lucha contra los pensamientos que asaltaban su cabeza a poco que se descuidara.

Estaba decidida a preguntar a la recepcionista qué día estaría él disponible para la siguiente sesión, pero sólo de pensarlo sentía una vergüenza… Sometida a la voluntad de aquel extraño se avergonzaba de lo que estaba sintiendo y deseando, de lo que estaba imaginando con los ojos cerrados y la cara encajada en el agujero de la camilla, mientras temía ya el final de aquel momento de felicidad, una felicidad con olor a bálsamo oleoso y con sonido de música remota. Pero no sentía culpa por ello, curioso, una de las pocas veces que no sentía culpa por algo. Era como si acabara de abrir un regalo que había tardado años en recibir, y estaba decidida a repetir, mientras fuera capaz de reunir el coraje para pedir en voz alta volver a recostarse bajo aquellas manos. Ojalá se hubiera puesto el conjunto de ropa interior nuevo, ojalá tuviera una piel mejor que ofrecerle, menos flácida, más suave, sin tantas estrías.

Ahora quédate un rato aquí tranquila y cuando estés lista puedes vestirte. El sonido de la puerta cerrándose la devolvió a la realidad. Pero su repentina ausencia en aquella habitación tranquila y aséptica le hizo desear con más fuerza volver a encontrarse con aquel hombre del que no recordaba ni la cara.

Sí, le dará las gracias y se armará de valor para hablar con la chica del mostrador.

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Comentarios sobre Manos
Por Luis el jueves 30 mayo 2019 a las 14:12:32  

Gracias querido amigo. Puedo decir que es sin duda, tu «cuento» más bonito, en mi opinión, al menos el que más me ha tocado, prueba de ello… la lágrima en la pantalla de mi móvil.

Por Olga el jueves 30 mayo 2019 a las 18:21:11  

Querido Ángel, muchas gracias por regalarnos esta maravillosa historia. Ojalá fuera el primer capítulo de una novela porque me he quedado enganchada con ganas de más …

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