Un teatro a oscuras, una luz que rompe la penumbra, un telón rojo, una tos, una acomodadora que abre una cortina, otra que la cierra, una calavera, otra tos, el chirrido de una silla, una melodía que rompe el silencio, la puerta del palco que cruje, para Elisa.
Y ahora dime qué relación tienen entre sí. O mejor, yo te lo digo.
A Hamlet nos lo han envuelto de mil formas, seguramente menos de las que el personaje merece (aunque mi admirado Javier Marías no esté muy de acuerdo conmigo). Clásico, moderno, alto, bajo, con o sin barba, blanco, negro, hombre, mujer. Lawrence Olivier y Kenneth Branagh, Benedict Cumberbatch y Jude Law, Guillermo Marín y Adolfo Marsillach, José Luis Gómez y Alberto San Juan, Núria Espert y Blanca Portillo (lo siento Javier), Israel Elejalde y…
¡De tanto mentarme me vais a borrar el nombre! Diría el pobre Príncipe de Dinamarca, cansado de que una y otra vez se vuelva a contar su penosa historia. Y ahora en un castillo de cartón piedra, y ahora con un decorado postmoderno en forma de jaula, y ahora entre espejos reflectantes, y ahora dentro de un cráneo gigante. No vamos a dejar descansar a este infeliz atormentado, con todo lo que tuvo que pasar.
¿Hay necesidad de volver a ahondar en el drama de este muchacho descreído? ¿No hay ya suficientes visiones de su loca deriva? Montajes de teatro, seriales de radio, estudios uno, películas… ¿Hacía falta otro Hamlet? Alfonso Zurro y yo creemos que sí. Que todavía se le puede sacar más jugo a esta ciruela medio podrida que según quien la cocine se puede volver un manjar exquisito.
Una producción aparentemente humilde, que no pobre, cuidado, con la única pretensión de ofrecernos las palabras en una bandeja sencilla pero digna. El TCS (Teatro Clásico de Sevilla), que forma parte de la historia y la reserva dramática de mi ciudad, agarra con buen pulso la mayor fiera de Shakespeare y la mete en un cajón con paredes de cristal y suelo mutante, de negro a rojo, de verde a tierra… Espejos que reflejan la vergüenza, suelos que se abren bajo los pies de los malditos que andan sobre su propia sepultura.
Un acierto en la escenografía (Curt Allen Willmer) y en el vestuario. Tanto una como otro nos van arrastrando hasta el irremediable final componiendo la perfecta metáfora del ser y el no ser, jugueteando con gracia con el espacio y el tiempo pero sin estorbar el texto. Un texto bien adaptado por un maestro curtido en el oficio como Zurro y bien pronunciado por Pablo Gómez-Pando, un Hamlet que sorprende conforme avanza la sesión. Un chico que sabe adueñarse de las palabras inventadas hace cuatrocientos años y pelearse con ellas sin miedo. Un Hamlet trágico y cachondo, cercano a nosotros, que al fin y al cabo es de lo que se trata, lograr que no suenen mucho las bisagras al abrir el cajón de mierda de la atribulada corte danesa.
Dejando a un lado todo el entramado dramático del asunto, de Hamlet me interesa especialmente el episodio en que el príncipe aconseja a los cómicos cómo deben representar la farsa para desenmascarar al traidor. Justo donde vemos a Shakespeare en su salsa, como director de actores más que como autor, dando indicaciones y recomendando mesura pero no inexpresividad. Muy fácil todo.
Ni manotees así, acuchillando el aire: moderación en todo; puesto que aún en el torrente, la tempestad, y por mejor decir, el huracán de las pasiones, se debe conservar aquella templanza que hace suave y elegante la expresión.
Qué grandes Cervantes hablando de novela en su novela y Shakespeare trajinando con el oficio de las tablas en su drama más intenso. Una chulería total, así lo veo yo. Por eso son quienes son, entre otras muchas cosas.
Lo que olvidó el bardo fue aconsejarles qué hacer cuando suene el móvil en medio de un parlamento, o cómo reaccionar cuando les interrumpa la vibración del que no lo apagó del todo, en ese silencio solemne que nos lleva de un párrafo a otro. Ni sobre cómo escucharse y escuchar para poder dar la réplica cuando las toses de los espectadores – ¿o debería decir “expectadores”? por todo lo que expectoran los jodíos- hace que el teatro se parezca más a un pabellón clínico en plena peste bubónica.
Señores, no salgan de casa si tan enfermos se encuentran, sobre todo no vayan al teatro si las décimas estás a punto de disparar el mercurio del termómetro. ¿O son toses nerviosas? Es verdad, pobrecitos míos, qué nervios estar ahí cómodamente sentados en la sombra viendo como curran los demás…
A Shakespeare se le olvidó aconsejarles cómo actuar cuando la acomodadora (incumpliendo las normas del local) abre la cortinilla para acompañar a uno que llega tarde. ¿Qué tan importante tendría que hacer éste que no pudo salir cinco minutos antes de casa? Qué vidas tan importantes tenemos, por dios. Y cómo suenan las argollas de la barra de metal y qué efecto producen justo justo cuando se nos está presentando al protagonista del entuerto.
Oh si esta carne mía, tan, tan sólida se derritiera hasta convertirse en rocío… Toma cortinazo.
¿Y qué tal si se derritiera la mía propia antes de hacerle tragar el teléfono a mi compañera de palco que no se acaba de atrever a apagarlo del todo? (que por cierto, lo que se mueve esta mujer y lo que molesta el chirrido de su silla). Cuánto distrae una pantallita encendida en la oscuridad de un teatro, o de un cine, o de un concierto, da igual. Y te aseguro que, más que lo que supone como incordio visual, que ya es bastante, lo que me revienta es ver que cada vez somos más memos. El miedo que nos da el “silencio conectivo”, el terror a que esa estúpida pantallita se apague y no vuelva a encenderse más (hasta dentro de dos horas). Y la desgracia humana que supone la incapacidad de desenchufarnos de nuestro mundillo real para abrazar la hondura de un texto incólume que, de seguro, nos va a decir cosas mucho más interesantes que el mensajito de nuestra amiga, novia, madre o hijo por wasap.
Si tienes un familiar hospitalizado en la uci y estás esperando noticias sobre su vida pendiente de un hilo –que es el único motivo que se me ocurre para que cada doce minutos tengas que encender la pantallita- no vayas hoy al teatro hombre. Si no es así te suplico de rodillas que no me jodas la función con esos luceros que brillan con la intensidad de un meteorito. Más si ocupo un palco y puedo ver todo el patio de butacas en perspectiva desde donde observo cómo, cuando la voz grabada pide que desconectemos nuestros móviles, muchos se van rezagando hasta apurar esa última fracción de segundo antes de que se levante el telón, no sea que en ese preciso instante les llegue la notificación de facebook, la fotillo de instagram o el mensaje de wasap que pueda cambiar definitivamente su insignificante vida.
Un respeto por favor, ¿es que nadie ha oído eso de que el teatro es un templo? Da igual, en el templo también lo hacen. Y en el mismísimo cadalso antes de que la justicia cayera sobre ellos, si hiciera falta. ¿Una última voluntad? ¡Que me dejen encender un momentillo el móvil porfi!
Un templo, el teatro es un templo, a ver si nos enteramos. Y el escenario el altar donde se realiza el sacrificio expiatorio. Bueno, en el patio de butacas también se obra un sacrificio, ¿te cuento el mío?
Hamlet, Teatro Clásico de Sevilla, acto V, escena XVII. Sobre la tarima un montón de cadáveres desperdigados, entre ellos el del protagonista. Horacio llora y dice estas palabras al cortesano: na na na na na na na na ná… Fur Elise, de Beethoven. ¿Quién usa como ringtone Para Elisa por dios bendito? ¿Quién osa arruinar el final de este pedazo de función deleitándonos con esta manida pieza? ¿Quién cojones sería Elisa? Que por lo que se ve ni siquiera se llamaba Elisa, sino Teresa, cosas de una mala traducción, pero esa es otra historia. ¿Quién me ha robado el instante final de estas dos horas y media de tragedia anunciada?
Enciendan las luces, encuentren al dueño/dueña de ese móvil sin desconectar y hagan lo que tengan que hacer. Total, ¿un fiambre más? Ni el pobre Horacio notaría la diferencia.
Telón rápido.
Fin.