María Rodríguez Velasco

Daños colaterales

martes 12 diciembre 2017

Empezaba a notarse el buen tiempo. Los almendros estaban en flor y Javi no hacía más que estornudar, una y otra vez. ¡Pobre! Había pasado muy mala noche. Se había tenido que levantar dos veces y usar su broncodilatador. Cuando lo veía así, asfixiándose, tosiendo, con el pecho agitado en su necesidad de inhalar aire y las ojeras bajo los ojos, le daban ganas de abrazarlo y de prestarle sus propios pulmones por un rato.

La larga avenida no estaba muy congestionada hoy con el tráfico. De todas maneras, a ella le importaba poco, siempre salía con mucho tiempo de casa. Todos los días llegaba diez o quince minutos antes al trabajo. Se sentía mejor así. Odiaba la impuntualidad, las interferencias en el teléfono, las tostadas untadas con miel, la lana mojada, que los caramelos masticables se le quedaran pegados en las muelas, las carreras en las medias y que le hablaran a gritos.

No podía creer que, en menos de un año, se fuese a casar con Javi. Se lo había pedido el sábado, así, sin más. Entre estornudo y estornudo, frente a un plato de espaguetis a la boloñesa, la miró; pero, no de cualquier forma, la miró con los ojos brillantes, intensos, como pidiendo auxilio. La miró y le dijo la frase de Cortázar:

«Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Sin flores, ni curas, ni bodorrio, ni velos, ni corbatas… ¿quieres casarte conmigo, Irene?»

Jamás creyó que el amor se atreviera a tocarla alguna vez. Sin embargo, recién llegada a aquella ciudad, se lo encontró. Allí estaba Javi, en la piscina climatizada, nadando sin pausa. Fue una agradable coincidencia que él estuviera cerca cuando ella resbaló y cayó, justo antes de entrar en el agua. Pasaron la tarde juntos, quedaron para el día siguiente, fueron al cine el domingo y a la bolera el jueves, él la invitó a un concierto, se refugiaron en un café aquella tarde lluviosa y tomaron chocolate caliente, perdieron un vuelo hacia Mallorca, hicieron decenas de fotos en Segovia, pasaron la primera noche juntos en una cama diminuta, ella le regaló un disco de vinilo de «The Beatles», comenzaron a vivir juntos… Habían pasado tres años ya desde que se vieron por primera vez. ¡Qué suerte que el suelo aquel estuviera tan mojado!

Como de costumbre, podía elegir aparcamiento; aunque hoy lo pondría bajo el techado de chapa. Empezaba a apretar el calor y el aire acondicionado de su coche estaba averiado.

Siempre le sorprendió la quietud y el silencio que rodeaban al hospital psiquiátrico. Nada comparable a aquello que suelen mostrar las películas de sobremesa. Además, el jardín era cada vez más grande y Paco lo cuidaba con absoluta dedicación. Éste la vio y la saludó con la mano, sin abandonar su tarea. Ya dentro, Ana le hizo señas, desde la recepción, para que se acercara:

«Irene, ya han llegado los paquetes que encargaste con el material de trabajo. Ya sabes: revísalo todo, por si faltara algo o hubiera alguna confusión en el pedido. Todos sabemos cómo son… Por cierto, ¡estás radiante!»

Desde el principio, notó ese calor en sus compañeros de trabajo. Nadie pareció incómodo porque la nueva psicóloga fuera tan joven y tuviera tan poca experiencia. Al contrario, le hicieron un hueco enseguida y, a menudo, después del trabajo, solían tomar algún café distendidamente.

Lo cierto es que, casi siempre, estaban desbordados. Nunca tuvieron suficiente personal para cubrir todas las necesidades, pero los recortes económicos en los servicios públicos habían supuesto una vorágine de fatales acontecimientos: carencias, retrasos y negligencias irremediables.

Aquella maldita cerradura del despacho seguía dándole problemas y, de momento, continuaría así. Simplemente, no había presupuesto para cambiarla.

Subió las persianas y revisó su agenda. Martes, 6 de mayo de 2014. Tenía que ver a varios pacientes, revisar diagnósticos, asistir a las citas con algunos familiares y un par de reuniones con los equipos. ¿Le daría tiempo a todo? La eterna cuestión… Claro, le daría tiempo, aunque no como a ella le gustaría y de la manera que debía hacerlo.

La puerta se abrió lentamente y, sin decir palabra, entró Olaya S.T. Ella la invitó a sentarse, a pesar de no saber el motivo de su visita. No tenía que hablar con ella hasta el viernes, día que le permitían salir del centro y pasar el fin de semana con su familia. Probablemente, había burlado la vigilancia de su cuidador y se había colado allí sin ser vista. Tendría que llamar a algún compañero, el diagnóstico de esta interna y sus últimas reacciones hacían prever cierta agresividad. No pudo hacer nada. Olaya S.T. se abalanzó sobre ella y sacó un cuchillo de cocina, escondido en su rebeca.

De repente, niebla, dolor agudo, saliva de Olaya en su cara, sangre, gritos de animal, un murmullo como de siglos en su cabeza, una burbuja de imágenes lentas, sus documentos esparcidos por el suelo, la luz filtrándose por la ventana, Javi, la cinta roja deshecha de su muñeca Estela, los papeles de caramelos escondidos en los bolsillos, la rodilla de aquel ser incontenible en su estómago, sus padres aplaudiendo el día de su graduación, Javi, la voz de Cecilia cuando no podía dormir, la colcha que le tejió su abuela, el reencuentro previsto para este verano con Bea y los demás, Javi, Javi, Javi…

 

 

 

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